Puesta a germinar


Ilustración de Ester Gili


Puesta a germinar


Julieta suspiró. Ya iban dos horas caminando y su compañera, irónicamente, tenía más vitalidad que ella. Cuando Julieta se había subido al auto y se había encaminado a Tandil, no se imaginó que todos los hoteles estarían llenos por el receso invernal de los infantes y que, entonces, tendría que compartir habitación. Menos que menos imaginó que terminaría escalando una montaña no turística con esa extraña como guía.

Vivi le había dicho que ese lugar era una de las joyas ocultas de Tandil: el viento hacía revolotear a los sapos neón. Era copada la flaca. Hicieron buena onda casi al instante. Capaz eso la alentó a pedirle semejante favor. Eso o la desesperación, nomás.

Como sea, no esperó mucho. A la segunda noche, después de cenar, sentó a Julieta en su cama y le explicó el plan. Fue al grano, apelando a la más profunda humanidad. Julieta se había quedado dura: pensaba en el helado frío en verano, en los ríos caudalosos y el jugo de naranja recién exprimido. También la inundaron imágenes de cárceles frías y tapas de prensa. Vivi le soltó su última esperanza:

-Sólo tenés que aplicarme esto -dándole golpecitos a la jeringa- y quedarte conmigo.

Fue como un balde de agua fría. A fin de cuentas, nadie queda para semilla y la fruta siempre es agria cuando una no la desea. Hacía unos meses que Vivi había tomado la decisión: quería hacerse tierra en ese lugar, tranquila, pero le inquietaba la idea de irse sola. Julieta no podía negarle ese derecho. Ella bien sabía todo lo que pesa la soledad.

En la cima, Vivi se recostó sobre una piedra e inhaló con fuerza. Cerró los ojos y Julieta le puso cerca las flores que había estado juntando en el ascenso. Le inyectó el sedante en el brazo. Los músculos se le iban relajando a medida que el líquido entraba en sus venas y las armonías de esta tierra por sus oídos. Atardecía y los destellos del sol poniente le armaban un sendero. Julieta cantó desde la base de su pulmón y las canciones y los sapos enroscados en el viento acompañaron el viaje.

Natalia Rótolo, 2021

Recuerdo otoñal

Holu! Cómo va? Hoy les quería compartir la primer tarea que tuve en Taller de Expresión 1. Teníamos que contar en 200 palabras la primera vez enfermes/accidentades. Es un re desafío lo del límite de palabras pero es re necesario (y llega hasta a ser divertido lo-quí-si-mo) 


Recuerdo otoñal

Hoy es uno de esos días grises, que acentúan los tonos naranjas. La luz entra a caudales por los ventanales de la planta baja. Las maderas de la reposera instalada en el living tienen rugosidades y mis dedos las recorren sin descanso. Un misterio se oculta en esas grietas, estoy segura.

Adentro mío se está librando una batalla, como las de San Martín y sus valientes granaderos. Mamá me dijo que mi cuerpo arde por eso. Hay un ejército rojo y otro blanco que están peleando para mantenerme bien. Lo que tengo que hacer es tomar mi jugo de naranja para recargarles las municiones y quedarme en la reposera, tapada con la frazada de lanas de colores y cariño. Mi parte en la guerra es esa: una reposera, un jugo, la voz de Bob Esponja de fondo y el libro rojo que mandó la Señorita Nora. 

De tanto ser un campo de batalla, mi cuerpo está cansado, pero cumplo noblemente mis tareas para que no muera ningún granadero. Jugamos todo el día con mamá y, como si fuese una ironía, me siento terriblemente viva. Aunque el cielo esté gris, todos los colores son vibrantes. Sin duda, veo mejor en otoño.


Atardecer en el Ombú- otoño/invierno 2020.
Natalia Rótolo


Cuentenme si alguna vez escribieron con límite de caracteres/palabras o si esta consigna les sirvió como disparador. Comenten si lo escriben, por fa! 
Beso, 
Naty

Al rojo vivo- Una nueva presentación de mi persona

Buenas! Pasó mucho tiempo desde que creé este blog y, de repente, me pareció necesario compartirles cómo me narro a mi misma. La hice para una materia de la facu (Taller 1 Klein 💚). Así que, acá va mi (mini) autobiografía.


Autorretrato, 2020.

Al rojo vivo

Nací en pleno incendio de 2001. Con otro tipo de brasas, muchas mujeres han hecho hogueras para invocar libertad. En Roque Pérez, mi bisabuela, un fuego bravo, decidió huir con mi bisabuelo a construir la vida que querían. Así llegaron en 1948 al conurbano bonaerense: "Tierra de ilusiones y esperanzas", como dicen algunos carteles en la calle.

Somos un collage de los fuegos que nos deslumbraron. Cuando tenía ocho, la primera mujer presidenta se animaba a hacer lo que todos temían. La vi con sus tacones rosas en un mundo de esmóquines y quedé irremediablemente marcada. Que una puede ser lo que quiera ser, me lo enseñó Cristina, no Barbie.

Algo así me pasó cuando vi por primera vez a Malala Yousafzai. Estaban pasando su discurso de la ONU en Encuentro, su voz hizo que levantara la vista de mi dibujo. Contó que, en Pakistán, el régimen talibán no les permite a las chicas estudiar, pero que ella se atrevió a reclamar por el derecho a la educación y a incentivar a otras a hacerlo. Por eso, le dispararon en la frente. Ahí me cayó la ficha. El mundo es distinto para nosotras y nuestros derechos más básicos están a un golpe de derecha de volver a ser negados. Desde ese momento, ir a la escuela ya no era algo “natural”: era el fruto de una lucha, un derecho no conquistado en su totalidad y de defensa permanente.

Unos años más tarde, me empezaron a decir fundamentalista. Con ese discurso me incendié. Unas mujeres de la tierra de esperanzas, las Barrias, me mostraron que la lucha es conjunta, pero más que nada es abrazo. La primera trinchera es el cariño entre nosotras. Cuando transité mi más cruel invierno, las compañeras se acercaron y me enseñaron a abrasar el miedo. Quemar lo viejo, fertilizar con las cenizas y abrazar los brotes.

Me habían dicho que la noche de la entrega de diplomas del secundario era un momento especial, pero recién ese día lo sentí así. Mensajes volaban en el grupo de amigas: era un logro compartido. Unas horas antes de ir, me preparé. Rulos, ropa, perfume. Faltaban los accesorios… Un mes antes había perdido uno de los aritos circulares de mi abuela, cómo puteé ese día. A Chicha la conozco mayormente por historias, pero la siento siempre cercana. Esa noche era infaltable que esté: me estaba egresando y ya estaba anotada en la facultad. Mientras revolvía entre pulseras y aritos, la recordaba. Le encantaba estudiar, pero no la dejaron cursar la secundaria porque era mujer. Ella nunca se resignó. Encontré una de sus pulseras. Cuando mi nombre sonó por los altavoces, me levanté del asiento y mis borceguíes sonaron con eco. Arriba del escenario, puse los dedos en V con mi diploma y las perlas rojas de la pulsera brillaron. Entonces supe que mis pasos tienen historia.

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